
Aquel que ha visto Espíritu del Ártico puede decir que lo ha visto
todo. ¿Qué puede quedar en la vida después de ver una valiente
producción canadiense que recrea, en un poco menos de tres horas, uno de
los más importantes mitos de las tribus Inuit? ¿Qué otra aventura
cinematográfica hará falta por experimentar (si ya se conoce el cine de
John Waters, el de David Cronenberg o el de Jairo Pinilla) después de
ser testigo de esta primera película interpretada en una lengua, el
Inuktitut, que sólo se habla en los parajes desolados de la región
ártica? Asistir a las costumbres de aquella comunidad indígena perdida
en la cima del planeta, tomarnos este largometraje mágico igual que una
excursión inesperada (a veces nos sentimos frente a un rito, a veces,
frente a un documental que no nos dice toda la verdad), nos debe servir
como prueba definitiva de que la vida es igual en todas partes: la de
los esquimales también se reduce a enamorarse, a envidiarse, a
sobreponerse.
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